“Él
estaba dormido en el asiento trasero del coche. Aunque la capota estaba bajada,
no le había visto porque estaba hecho un ovillo y quedaba oculto. En la radio
sonaba el débil zumbido del noticiario, y Clyde tenía en las rodillas una
novela policiaca abierta (…)”
Cerré el libro y sentí la necesidad de girarme y
observarlo levemente. Expuesto, con la boca abierta, casi feo. Es inquietante
como durmiendo hasta el más interesante de los hombres que hayas conocido jamás
puede disipar todo su atractivo; y como a su vez, la mujer que lo degusta con la mirada
puede perder todo atisbo posible de pasión. Y todo gracias a esa babilla que
cae por la comisura de los labios hacia la almohada. Llegados a ese punto, mirarlo puede
considerarse una prueba de fuego, puede ser la cara o la cruz hacia lo que será
él mañana para ti y a como serás pasado mañana tú para él.
Pero quizás es auténtico ese sentimiento, y como estaba
describiendo Truman Capote en su novela Crucero
de Verano, cuando de verdad amas a alguien, el no poder quitar los ojos de
su rostro mientras duerme, por muy desfavorecedor que sea, puede convertirse en
un deseo de infinidad. Leí unas frases más
“(…)
Una de las muchas magias que existen es la de observar cómo duerme alguien a
quien amamos: sin ojos e inconsciente, por un momento te adueñas de su corazón;
indefenso, es entonces, por irracional que sea, todo lo que esperabas que
fuese: puro como un hombre, tierno como un niño.”
Dejé el libro sobre la mesilla y apagué la luz.
Mis ojos frente a sus párpados. Mi mente frente a su subconsciente. Pensé
‘PODRÍA ENAMORARME DE ALGUIEN COMO TÚ’.